Había una vez en...
San Juan Calle un chiquillo
curioso que quería saber en qué sueñan los fantasmas.
Pues este pequeño había escuchado sobre unos
aparecidos que merodeaban en las noches de Ibarra, sin que nadie
supiera quiénes eran, pero que de seguro no
pertenecían a este Mundo.
-¡Ay Jesús!, decía Carlos, ojalá no
salgan la noche en que tengo que regar la chacra. Sin embargo,
este muchacho de 11 años era tan preguntón que se
enteró que las almas en pena vagaban a medianoche para
asustar a todos los que salían. Estos seres, según
decían, penaban porque dejaron enterrados fabulosos
tesoros y hasta que alguien los encontrara no podían ir al
cielo.
Estos entierros estaban en pequeños baúles de
maderas duras para que resistieran la humedad de las paredes.
Carlos moría de ganas de conocer a esas almas en pena,
aunque sea de lejos y fue a la casa de su amigo Juan José
para que lo acompañara al regadío.
-¡Qué estás loco!, dijo Juan José.
Yo estaba en el barrio cuando
hablaron de la Caja Ronca, que
era como habían denominado a
esa procesión fantasmal.
-No seas malito, le dijo Carlos.
Y luego de insistir, los dos chicos caminaron hasta el barrio San
Felipe. Empezaron a regar los sembríos y después
prendieron una fogata y esperaron que el tiempo transcurriera,
eso sí evitando hablar de la temible Caja Ronca.
Atraídos por la magia del fuego no tardaron en dormirse,
mientras un ruido
pareció entrar por el portón
del Quiche Callejón. Despertaron y el sonido se hizo
cada vez más fuerte. Entonces se acercaron a la
hendidura y lo vieron todo:
Un personaje extraño rodeado de fuego daba órdenes
a sus fieles, que caminaban lentamente como
arrepintiéndose.
Los curiosos estaban pegados al portón como si fueran
estatuas. Y entonces la puerta sonó. A su lado se
encontraba un penitente con una caperuza que ocultaba sus ojos.
Les extendió dos enormes velas aún humeantes y se
esfumó como había llegado.
A Juan José le pareció que una carroza
contenía la temible Caja Ronca, que no era otra cosa que
algún baúl lleno de plata perdido en el tiempo y el
espacio y que buscaba unas manos que lo liberaran de su antiguo
dueño.
Ni cuenta se dieron cuando se quedaron dormidos, ni aún en
el momento en que sus pies temblorosos los llevaron hasta sus
casas de paredes blancas.
En San Juan Calle, las primeras beatas que salieron a misa los
encontraron echando espuma por la boca y aferrados a las velas
fúnebres. Cuando fueron a favorecerles comprobaron que las
veladoras se habían transformado en canillas de
muerto.
Fue así como, de boca en boca, se propagaron estos sucesos
y los chicos fueron los invitados de las noches cuando se
reunían a conversar de los sucesos de la Caja
Ronca..
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